subes de a poco
los escalones de la bruma
hacia la altura incierta
el invisible cielo
de lo que ignoras:
nubes
y el sudor de las manos
es sólo una señal desdibujada
de la emoción de entonces
la perla que se arropa en sucesivas
capas de plenilunios incandescentes:
luces
más allá
tu rostro siempre idéntico se impone
en la guerra sin sangre
de Memoria y Olvido
ruge
la caterva, la gleba, la miseria encarnada
en los pliegues oscuros
la sombra
te nombrará en ausencia
sin embargo, la espada:
deberías nombrar
hombre de lenguas
múltiplicadas y soberbias
huye
un raro hálito de aquélla
- la boca más de deseada-
suspiras la incerteza
no tiene cuerpo ya
no dice sin la voz
no se propone
dilucidar un ser en la espesura
ay, bosque desencantado
busco
un alma que sea el alma de las cosas
amadas y perdidas
atadas con un tiento resistido
a la cuna y la tumba
o al camino volátil de las nubes
del suelo y desde el cielo
se descarga en el aire la tormenta
y el viento nos empuja
agitando las velas
de esta barca de huesos
averiada, profunda, silenciosa
encallada en un océano de dudas.
viernes, 8 de octubre de 2010
lunes, 23 de agosto de 2010
Antigüedades
Esa muñeca antigua no recuerda mi infancia
no la trae inequívoca, sobreviviente
(no retorna con signos ni evidencias)
en mi infancia, las muñecas ya eran viejas
aún puedo recordar, reconociéndolas
las babas de pegamento en las suturas,
y el golpe fatal que se llevó cada pequeña astilla
a un océano de aguas tan mezquinas
como el plano que recortan dos baldosas:
la muñeca de infancia
la raída,
vencida o arrastrada por fuerza de la escoba
humillada otra vez por los zapatos
o por la nada, que se arremolina y se asienta
viscosa, en los sumideros del olvido.
Sí, en mi infancia
ya empezaban a romperse las cosas,
ya intentaban decirme
-aunque en voz baja, todavía-
nada te pertenece,
salvo esos restos abandonados por los otros
traza inestable, lábil
de hilos de pegamento,
suturas ciegas,
algo tristes
-como todo más tarde-
pretenciosas.
no la trae inequívoca, sobreviviente
(no retorna con signos ni evidencias)
en mi infancia, las muñecas ya eran viejas
aún puedo recordar, reconociéndolas
las babas de pegamento en las suturas,
y el golpe fatal que se llevó cada pequeña astilla
a un océano de aguas tan mezquinas
como el plano que recortan dos baldosas:
la muñeca de infancia
la raída,
vencida o arrastrada por fuerza de la escoba
humillada otra vez por los zapatos
o por la nada, que se arremolina y se asienta
viscosa, en los sumideros del olvido.
Sí, en mi infancia
ya empezaban a romperse las cosas,
ya intentaban decirme
-aunque en voz baja, todavía-
nada te pertenece,
salvo esos restos abandonados por los otros
traza inestable, lábil
de hilos de pegamento,
suturas ciegas,
algo tristes
-como todo más tarde-
pretenciosas.
martes, 10 de agosto de 2010
Polos
Para echarte de mí
bastan los rostros transparentes
-como niños que acaban de morir-
que exhiben tus guardianes
a las puertas del palacio cristalino que esconde
tu cuerpo que se enfría
mientras corren los ríos hacia el valle
que nunca visitamos.
Para apartarte,
lejos de este jardín ensombrecido
de ramas retorcidas y malezas,
basta el dedo esquelético que hilaba las cortinas
cubriendo las ventanas con pigmentos de sangre,
el manto de la madre de los sueños ligeros,
la bebida que espesa el infortunio
en el fondo de un cáliz.
Alcanza con el canto extraño de los mirlos,
con la agotada espuma que dio a luz a Afrodita
-que nunca ha sido niña-
y desnuda y deseada se ofrece ante los dioses
que pecan como hombres, detrás de su belleza.
No es necesario más, para que ocupes
el oculto hemisferio de un mundo compartido:
allí no viajarán mis ciegos navegantes
ni han de llegar aquí tus cartógrafos necios.
Basta ver esta danza interrumpida
el tiempo, anillo serpenteante que liga cada día con el próximo
conteniendo el pasado y se proyecta
-como una inmensa nube que ha de rasgarse en breve-
y hará que las mareas
arrasen las orillas enfrentadas, opuestas
y nadie acerque, entonces, mi nombre ni mi suerte
a tu oído expectante
de hombre que se cobija bajo tejados rotos
cuando ruge, en su esplendor, el aguacero.
bastan los rostros transparentes
-como niños que acaban de morir-
que exhiben tus guardianes
a las puertas del palacio cristalino que esconde
tu cuerpo que se enfría
mientras corren los ríos hacia el valle
que nunca visitamos.
Para apartarte,
lejos de este jardín ensombrecido
de ramas retorcidas y malezas,
basta el dedo esquelético que hilaba las cortinas
cubriendo las ventanas con pigmentos de sangre,
el manto de la madre de los sueños ligeros,
la bebida que espesa el infortunio
en el fondo de un cáliz.
Alcanza con el canto extraño de los mirlos,
con la agotada espuma que dio a luz a Afrodita
-que nunca ha sido niña-
y desnuda y deseada se ofrece ante los dioses
que pecan como hombres, detrás de su belleza.
No es necesario más, para que ocupes
el oculto hemisferio de un mundo compartido:
allí no viajarán mis ciegos navegantes
ni han de llegar aquí tus cartógrafos necios.
Basta ver esta danza interrumpida
el tiempo, anillo serpenteante que liga cada día con el próximo
conteniendo el pasado y se proyecta
-como una inmensa nube que ha de rasgarse en breve-
y hará que las mareas
arrasen las orillas enfrentadas, opuestas
y nadie acerque, entonces, mi nombre ni mi suerte
a tu oído expectante
de hombre que se cobija bajo tejados rotos
cuando ruge, en su esplendor, el aguacero.
martes, 13 de julio de 2010
Claudio
(En el día que era el de tu cumpleaños)
Necesitabas estar cerca del agua
bordear el río, vadear la orilla del océano
respirar la humedad, mojarte con la lluvia
sentir cómo es que cruje
el parche del tambor de la garúa
mientras los pasos, apenas cuidadosos,
deshacen los espejos casuales de los charcos.
Tal vez siempre fue así, pero creció la inmensa red
y en los años oscuros,
las arañas, pacientes, restauraron de a poco
sus nidos en el páramo.
Cercano desde siempre, me contabas
los años remotos de tu vida
trabajabas, (me pagaban por eso)
cuidando el cementerio de un pequeño pueblito,
al sur de Italia.
Tenías que cortar al ras el césped, regarlo,
lustrar, apasionado, el bronce de las placas,
u organizar con arte los ramos
que ponían colores al blanco de las lápidas.
Eras así (o así te convertiste)
en una especie de callado pastor,
el bucólico guía de un rebaño de muertos.
Tu oficio era cuidar que no se rasgue
la fina capa
de esa vida que cubre
con un manto de césped, de lilas, de amapolas
lo que se hunde en la tierra
en la raíz de un dudoso más allá,
ocultarle a los ojos
la corrupción del hueso y de la carne,
la decadencia de la idea, o las imágenes.
Decías -me decías, entonces-
cosas tan raras como éstas:
-Me gustaba-
Sentado bajo un árbol
pasé días enteros
sin pensar
sin sed ni hambre ni ganas de fumar.
No deseaba, por fin, ya no deseaba,
entonces no sentía
que me faltara nada.
Y sonreías, después: .
una hilera blanquísima de dientes pequeñitos
esa mirada enrarecida por tus pestañas rubias,
tus hombros que se alzaban, en un gesto de niño.
Casi siempre
terminaban así nuestras conversaciones;
después sonreía yo
y enseguida, los dos
en un silencio que chispeaba como una rama seca
en el centro de un fuego que se apaga,
indolentes o sabios, mirábamos el río.
Necesitabas estar cerca del agua
bordear el río, vadear la orilla del océano
respirar la humedad, mojarte con la lluvia
sentir cómo es que cruje
el parche del tambor de la garúa
mientras los pasos, apenas cuidadosos,
deshacen los espejos casuales de los charcos.
Tal vez siempre fue así, pero creció la inmensa red
y en los años oscuros,
las arañas, pacientes, restauraron de a poco
sus nidos en el páramo.
Cercano desde siempre, me contabas
los años remotos de tu vida
trabajabas, (me pagaban por eso)
cuidando el cementerio de un pequeño pueblito,
al sur de Italia.
Tenías que cortar al ras el césped, regarlo,
lustrar, apasionado, el bronce de las placas,
u organizar con arte los ramos
que ponían colores al blanco de las lápidas.
Eras así (o así te convertiste)
en una especie de callado pastor,
el bucólico guía de un rebaño de muertos.
Tu oficio era cuidar que no se rasgue
la fina capa
de esa vida que cubre
con un manto de césped, de lilas, de amapolas
lo que se hunde en la tierra
en la raíz de un dudoso más allá,
ocultarle a los ojos
la corrupción del hueso y de la carne,
la decadencia de la idea, o las imágenes.
Decías -me decías, entonces-
cosas tan raras como éstas:
-Me gustaba-
Sentado bajo un árbol
pasé días enteros
sin pensar
sin sed ni hambre ni ganas de fumar.
No deseaba, por fin, ya no deseaba,
entonces no sentía
que me faltara nada.
Y sonreías, después: .
una hilera blanquísima de dientes pequeñitos
esa mirada enrarecida por tus pestañas rubias,
tus hombros que se alzaban, en un gesto de niño.
Casi siempre
terminaban así nuestras conversaciones;
después sonreía yo
y enseguida, los dos
en un silencio que chispeaba como una rama seca
en el centro de un fuego que se apaga,
indolentes o sabios, mirábamos el río.
miércoles, 2 de junio de 2010
Romántica
No me mires así
desde la falsa altura
del tiempo transcurriendo
como un torrente turbio
que atraviesa y lubrica
las grietas de las piedras, demoradas ahora
debajo de esa piel que no arderá de nuevo
en el fuego de entonces, consumido
no sigas
señalando las puertas que no abro a mi paso
ni golpeo
en el instante extático de la desesperación,
no aúlles tu dolor
desde la fotografía
que guardo por error encima de mi mesa,
no resistas
la indignidad del polvo
la tormenta
desatada en los vasos donde bebo
la hiel que habrás bebido
para nombrar un día la dulzura indecible
que enlazaba asfixiando
tu vida con mi vida
(sólo aridez sedienta
si ya ha huído la lengua
encallada en la arena de una saqueada boca)
Aquél profundo amor merece estos honores:
deseémonos la muerte
inexorable y lenta
la lápida marmórea
aniquilante
que eche sobre la tierra
un amplio y hondo olvido,
o despliegue el capote que teje ya la escarcha
para envolver los cuerpos en un abrazo rígido
y las noches nos traigan
dolorosas, temidas
el pasaje ilegible del alivio.
desde la falsa altura
del tiempo transcurriendo
como un torrente turbio
que atraviesa y lubrica
las grietas de las piedras, demoradas ahora
debajo de esa piel que no arderá de nuevo
en el fuego de entonces, consumido
no sigas
señalando las puertas que no abro a mi paso
ni golpeo
en el instante extático de la desesperación,
no aúlles tu dolor
desde la fotografía
que guardo por error encima de mi mesa,
no resistas
la indignidad del polvo
la tormenta
desatada en los vasos donde bebo
la hiel que habrás bebido
para nombrar un día la dulzura indecible
que enlazaba asfixiando
tu vida con mi vida
(sólo aridez sedienta
si ya ha huído la lengua
encallada en la arena de una saqueada boca)
Aquél profundo amor merece estos honores:
deseémonos la muerte
inexorable y lenta
la lápida marmórea
aniquilante
que eche sobre la tierra
un amplio y hondo olvido,
o despliegue el capote que teje ya la escarcha
para envolver los cuerpos en un abrazo rígido
y las noches nos traigan
dolorosas, temidas
el pasaje ilegible del alivio.
viernes, 21 de mayo de 2010
Libro de los muertos I
Todo el jardín será
reducido a una gota de perfume
el poderoso rayo hará ceniza el árbol,
la savia detenida se hará grumos
en los estrechos pasajes de tus venas.
No podrán resistirlo tus magníficas fuerzas
que ganaron regiones y caballos
en un tiempo cercano, victorioso.
Es el áureo cordón que une fin y principio
en roce luminoso, desprendiendo
las brillantes semillas del cuerpo del futuro.
Dos amantes, tomados de la mano
se hundirán en la tierra: son tu cuerpo y tu nombre
que no han de ver la luz por siempre, nunca.
el cuerpo, se deshila como un humus oscuro,
tu nombre, vagará, -los nombres vagan-
en la memoria de otros, por un tiempo,
visitará, dolido, la impostura
de mármoles y bronces
hasta hundirse, al final
borrada su sutil caligrafía
por el agua o la arena del olvido.
Lo que es hijo del viento, en fríos brazos,
sin piedad ni violencia
en su nave brumosa, inapelable,
-así como nos trajo-
el viento lo reúne y se lo lleva..
reducido a una gota de perfume
el poderoso rayo hará ceniza el árbol,
la savia detenida se hará grumos
en los estrechos pasajes de tus venas.
No podrán resistirlo tus magníficas fuerzas
que ganaron regiones y caballos
en un tiempo cercano, victorioso.
Es el áureo cordón que une fin y principio
en roce luminoso, desprendiendo
las brillantes semillas del cuerpo del futuro.
Dos amantes, tomados de la mano
se hundirán en la tierra: son tu cuerpo y tu nombre
que no han de ver la luz por siempre, nunca.
el cuerpo, se deshila como un humus oscuro,
tu nombre, vagará, -los nombres vagan-
en la memoria de otros, por un tiempo,
visitará, dolido, la impostura
de mármoles y bronces
hasta hundirse, al final
borrada su sutil caligrafía
por el agua o la arena del olvido.
Lo que es hijo del viento, en fríos brazos,
sin piedad ni violencia
en su nave brumosa, inapelable,
-así como nos trajo-
el viento lo reúne y se lo lleva..
viernes, 23 de abril de 2010
No sens
Acepta
la brisa sobre el cuerpo
cae la lluvia ahora
deja
la humedad de las ropas
siente,
lo que en la piel
el reciente calor dilataba
ahora el frío eriza,
tus pies siguen un rastro
más allá del perpetuo movimiento,
un señalado rumbo
el dedo,
ese dedo que ves o me atribuyes
(insensato)
o imaginas
en la decapitada Nefertiti
que en Berlín te arrasó.
Apenas sugerente
más allá de lo cálido,
lo helado,
sólo una línea fina
evanescente casi
un dibujo
que así desaparece
como habré de esfumarme
al compás de la huella de tus ojos
atribulados, bárbaros
(como todo en los hombres,
si aún en este cielo.)
Dones:
danos,
lo demasiado hermoso
muere
cada vez que intentamos contemplarlo.
Sea
ése el ser de los leños
a medida que encienden.
La ceniza,
el destino,
como la lluvia ahora
precipitan.
No obres,
ahora es esta espera.
Como la lluvia
sabes.
¿Siente tu espíritu
el rumor?
Dos hilos claros que fluyen silenciosos
justifican la fuente,
sin propósito, el mundo
mueve mis manos y te escribo
con esta tinta transparente,
de llanto
bajo el agua.
la brisa sobre el cuerpo
cae la lluvia ahora
deja
la humedad de las ropas
siente,
lo que en la piel
el reciente calor dilataba
ahora el frío eriza,
tus pies siguen un rastro
más allá del perpetuo movimiento,
un señalado rumbo
el dedo,
ese dedo que ves o me atribuyes
(insensato)
o imaginas
en la decapitada Nefertiti
que en Berlín te arrasó.
Apenas sugerente
más allá de lo cálido,
lo helado,
sólo una línea fina
evanescente casi
un dibujo
que así desaparece
como habré de esfumarme
al compás de la huella de tus ojos
atribulados, bárbaros
(como todo en los hombres,
si aún en este cielo.)
Dones:
danos,
lo demasiado hermoso
muere
cada vez que intentamos contemplarlo.
Sea
ése el ser de los leños
a medida que encienden.
La ceniza,
el destino,
como la lluvia ahora
precipitan.
No obres,
ahora es esta espera.
Como la lluvia
sabes.
¿Siente tu espíritu
el rumor?
Dos hilos claros que fluyen silenciosos
justifican la fuente,
sin propósito, el mundo
mueve mis manos y te escribo
con esta tinta transparente,
de llanto
bajo el agua.
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