sábado, 7 de noviembre de 2009

Quema

Vienes a pie, mientras descienden
entre los otros
mil saetas de fuego
y tu torso se yergue
y las eludes
como si un manto misterioso te abrigara
del hacha poderosa de la muerte.
La tormenta que enerva el polvo de la tierra,
el agua de los mares,
aplaca en ti el furor, y condesciende
la luz de la mañana
hecha un capullo que nunca se abriría
sin tu mirada extensa, o la caricia
que en otras manos se demora o se apresura.
No obras más milagro
que tu estar en el mundo y a mi lado
tus armas no conocen
otra sangre que aquella que sellara
el pacto luminoso del adviento
la que exudan los frutos
de la más exaltada primavera
y señala en el cielo de diciembre
una única estrella ya cercana.
Si breve habrá de ser
tu estancia en esta casa
-como la gloria del impío-
que se consuma a tiempo
y en segundos, como ardida ceniza incandescente
del tiempo y del amor
ante mis propios ojos
ahora mismo y sin pausa, se deshaga.

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